ESPECIAL CARLOS REYGADAS

Julio de 2007, Madrid. Cuatro de la tarde. Perdidos por la Gran Vía sin más motivación que la de hacer tiempo hasta no sé exactamente qué, entramos a refugiarnos de los cien grados Fahrenheit en el Circulo de Bellas Artes. Ponen Japón dentro del ciclo mensual "Conoce a...", dedicado este mes al cineasta mejicano Carlos Reygadas (México DF, 1971). Dos horas y diez minutos después salimos de nuevo a la Gran Vía junto con media docena de espectadores, aún más perdidos que antes. Mañana a la misma hora ponen Batalla en el cielo. No nos queda otra más que hacer tiempo hasta entonces.



La primera (en la frente): Japón

La segunda: Batalla en el cielo


Japón (Carlos Reygadas, 2002)



En lo alto de un valle desconocido de la geografía mexicana, una anciana hospeda en su casa a un hombre cuyo único objetivo es hallar la muerte. El encuentro entre este hombre agotado por el existencialismo y el rostro inexpresivo de esta indolente señora es la premisa narrativa que todo aficionado tiende a buscar como orientación previa antes de ver una película. En este caso, estas dos líneas sirvieron también como pretexto al propio Carlos Reygadas para instalarse sobre el valle mexicano con su cámara y filmar una de las películas más desconcertantes de los últimos años.

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No podemos evitar imaginar el rodaje de esta película como un continuo work in progress, donde la narración (y la ausencia de ésta) se fue conformando a medida que avanzaron los días de rodaje. La película ofrece una historia en sus inicios, se olvida de ella, vuelve a retomarla vagamente, para destrozarla de nuevo a base de golpes secos y, finalmente, abrazarse a ella como si le fuera la vida en ello. Japón es un pastiche de buenas intenciones, donde reina un tono aséptico y críptico, por momentos místico, un ejercicio de autor (en mayúsculas) lleno de energía tras la cámara, en definitiva, de amor por el trabajo que se está realizando. Lógicamente, podríamos atender a que es un director primerizo, con los consecuentes defectos que acarrea, y su intento de abarcar en dos horas géneros y estilos diametralmente opuestos es palpable. Aún así, pocas veces un director novato había encontrado en sus defectos y excesos de cámara un fiel aliado: desenfoques, miradas subjetivas, planos contraplanos sonrojantes, momentos trascendentales que evocan al mismo Tarkovski y que se balancean temblorosos en el alambre del ridículo… Sentados en la butaca, desubicados pero inmersos, tenemos ante nosotros un estilo sin pulir, tosco, que no sabemos si es fruto del ímpetu inicial de su carrera o quizás, una marca de autor que perdurará en futuras películas.

Japón es, desde su extraño título, un canto a la anarquía y a la pasión por el cine. Un canto entrecortado y tartamudo, a la vez que sobrecogedor, como el que entona un viejo trabajador en los estertores de la película. Y la historia puede esperar: no importa quién muera al final de la narración, más relevante que el desenlace es el último plano hipnotizador que cierra esta intermitente y singular película. Reygadas por encima de la historia. En resumidas cuentas, un maravilloso despropósito.

Aurelio Medina