Force of evil (Abraham Polonsky, 1947)



Antes de que sus vidas cayeran en desgracia, Bob Roberts, John Garfield y Abraham Polonsky unieron sus esfuerzos en torno a un proyecto pequeño, alejado de las grandes producciones de los estudios, y que para muchos resultó un azote al capitalismo y a sus influyentes firmas. Force of Evil fue estrenada en 1947, recién terminada la segunda guerra mundial y con la guerra fría en plena ebullición, y acabó siendo la carta de despedida de estos tres nombres, que se verían directamente implicados en la caza de brujas años más tarde.
Polonsky debutó tras la cámara después de que Roberts, productor, le convenciera de que era el hombre ideal para filmar el guión que él mismo había escrito. El amplio bagaje de Polonsky como guionista de Hollywood era su aval. Garfield, amigo íntimo de ambos, llevaría las riendas del papel protagonista, un abogado sin escrúpulos de Wall Street.

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Force of evil (estrenada en España como La fuerza del destino, ridícula traducción del título inglés aunque algo premonitoria) no se vio resentida en su factura por contar con el primerizo Polonsky como director. Éste se reveló como un acertado narrador, moviendo la cámara elegantemente en largos planos secuencia en torno a los protagonistas, ejecutivos hacinados en sus especulaciones y en tugurios de apuestas y corrupción. La historia, breve pero intensa, narrada con un ritmo trepidante, cuenta con códigos característicos del cine de gángster: el contrastado juego de sombras, la voz en off del personaje que nos avanza su suerte, la malévola mujer y su contrapunto, la chica inocente y enamoradiza… Todo insertado en hora y cuarto de película, por lo que algunos personajes (femeninos la mayoría) quedan demasiado desdibujados y superficiales. Aún así, añade elementos inusuales en este engranaje de cine de estudios, como es ver Wall Street, decorado real de la película, con un aspecto fantasmagórico y desolador, además de una encubierta (quizá no tanto) crítica al incipiente sistema social y burocrático estadounidense que se gestaba.

El tema de la delación, el arrepentimiento y las injusticias sociales es tratado por Polonsky como si fuera ya conocedor de lo que ocurriría años más tarde. O como fiel reflejo de la situación de continua sospecha hacia el vecino que rodeaba al país en esos años, siendo por momentos el relato un advenimiento de la posterior era McCarthy. Para algunos personajes de la historia, la delación es una losa, “podría pasarse la vida entera recordando lo que no debiera haber dicho”; para otros, como el hermano honesto e hipocondríaco de John Garfield, la corrupción es una salida deshonesta a las penurias, haciendo a las personas actuar en la sociedad como “ovejas negras que ennegrecen el rebaño. Sobre todo si las demás no son blancas del todo”… Estas ovejas a las que alude, que pueblan la historia y pueden parecer a simple vista nobles, se van ennegreciendo poco a poco, para acabar claudicando irreversiblemente ante el que les extorsiona.

Al final de la película, un arrepentido Garfield, víctima de su propia red extorsionadora, languidece entre las rocas del puente neoyorquino. Triste alegoría de lo que les acontecería años más tarde: Garfield, cuyo nombre se iba haciendo un hueco en el star-system hollywoodiense, tendría una muerte prematura. Bob Roberts dejaría la producción tras ser investigado y condenado por el comité americano, después de cimentar la carrera de otros directores como Robert Rossen. Polonsky, también condenado al ostracismo por McCarthy, no volvería a firmar sus guiones, regalando en muchos casos sus historias a compañeros de profesión y viendo cortada una prometedora carrera en Estados Unidos. Sirva este texto como pequeña reivindicación de estos nombres.

Aurelio Medina

Old Joy (Kelly Reichardt, 2006)



La virtud que debe tener el cine minimalista es que dentro de su obligado reduccionismo formal abarque muchas lecturas. O una simple pero que dé para una honda reflexión. En un cine tan austero, de contados pero importantes matices, éstos adquieren una dimensión trascendental, por lo que deben ser insertados sin estridencias, acorde con el tono sencillo de la película, pero que exulten algo por encima de la supuesta monotonía del relato. El error suele estar en la repetición innecesaria, en el detalle remarcado, tratándose al espectador como si fuese un niño pequeño al que hay que repetirle las cosas dos o tres veces.

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Old Joy, la segunda película como directora de Kelly Reichardt, aborda con este tratamiento un tema de difícil exposición: el desmoronamiento final de una antigua amistad. Aún sin estrenar en nuestro país, tiene a sus espaldas un largo y exitoso recorrido por festivales americanos y europeos. Dos amigos vuelven a encontrarse después de años para escaparse unos días. Como testigos, los enrevesados y angostos caminos que ofrecen los paisajes americanos. A lo largo de este trayecto, ambos protagonistas esbozan un pasado común hablando de antiguas amistades, y a la vez denotan un presente frío, proyectando un futuro en el estarán irreversiblemente distanciados. Todo con mínimas situaciones, diálogos escuetos seleccionados escrupulosamente, pero suficientes para que vayamos distanciando a ambos protagonistas. Y sin dejar atrás el formato de road movie, al cumplir con los requisitos básicos del género: un viaje físico y a la vez interior que sirva para que los protagonistas se percaten de su real situación emocional.

Estos matices a los que hacemos alusión son los que dotan de sentido al viaje: no es necesario marcar diferencias notorias entre ambos desde el comienzo, es más, los vemos muy parecidos en forma y actitud. Es la difícil búsqueda del balneario al que quieren ir la que determina que el viaje empiece a ser pesado, la que define que, aunque sigan siendo muy parecidos, ya no tienen nada en común. Y la película puede acabar con la separación de ambos, sin hacer ruido, ausente de una gran lectura final. Es el recuerdo posterior de todo este viaje a la nada el que nos permite a nosotros también hablar de esa fracasada relación en primera persona, como si hubiéramos ido en el asiento trasero del coche.

Esta vieja alegría a la que alude el título entristece a los protagonistas. Y al final, recordaremos situaciones íntimas, incomunicación solapada por diálogos tímidos, y un viejo coche mutilado vagando sobre el espectro que es la geografía norteamericana.

Aurelio Medina