Naturaleza muerta (Jia Zhang Ke, 2006)


Tras una primera aproximación documental (Dong, también en el 2006), Naturaleza Muerta es el resultado del regreso de Zhang Ke a la presa de las Tres Gargantas, acompañado esta vez de actores - en su mayoría- no profesionales. Premiada contra todo pronóstico con el León de Oro en Venecia, el realizador chino dirige su atención en ella hacia los problemas derivados del proceso de modernización de su país. Lo hace acercándose a un puñado de personas que están dentro del millón de desplazados que prevee la construcción de la presa más grande del mundo.

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En este escenario visualmente poderosísimo es posible balancear la historia hacia dos mundos, la vieja y la nueva China, representados físicamente en dos partes del valle y en dos historias sin conexión narrativa (a decir verdad, conectadas por un elemento surrealista de fugaz aparición que obliga a rebobinar hacia atrás del susto).

Pese a ser una historia de regresos, Naturaleza muerta no se construye en torno a la nostalgia de días mejores, sino de una amalgama de sentimientos más ambiguos. Hay algo que impregna todo el cine de Zhang Ke que es casi intangible, común en cierto arte surgido de sistemas totalitarios que trata las relaciones entre el Estado y el individuo. No hay grandes diálogos, nadie levanta la voz y todo transcurre en un estado de extraña calma. La clásica estampa romántica del hombre contemplando de espaldas el vasto paisaje cobra aquí un sentido distinto. A su alrededor, todo cambia de prisa. Los edificios caen dinamitados, las ciudades se inundan y nuevos puentes crecen entre las orillas. El protagonista se mueve en el tiempo de la espera, caminando desorientado entre los escombros. Su esposa observa desde una ventana cómo se decide su destino. Es la misma expresión sincera que hay en los ojos de los trabajadores de los derribos, condensada en una secuencia final de silencios devastadores.

Es precisamente en los intentos de acumular información y personajes, de denunciar explícitamente, cuando este clima logrado se resiente. Aún así, la gramática naturalista empleada por Jia Zhang Ke –únicamente dinamitada en el uso aislado de elementos fantásticos- y el ritmo pausado que imprime a los rostros, alcanzan la poderosa expresión del estado de ánimo de un rincón del mundo.

Daniel García








Mysterious object at noon (Apichatpong Weerasethakul, 2000)


Es difícil saber por qué hacen algunos las cosas que hacen, pero el caso es que las hacen. Con los llamados cines periféricos uno no sabe si esas películas que a veces nos llegan de países como Irán, o Tailandia en este caso, se hacen porque sí, o se hacen pensando en la cara que pondrá el presidente del jurado de Cannes cuando las vea. El caso es que se hacen. Mysterious object at noon es, independientemente de estas especulaciones sin sentido, un arriesgado experimento cinematográfico diseñado para sacudir al espectador a cada segundo.


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La película está construida en torno a un dispositivo muy concreto, el cadáver exquisito. La traducción literal del título tailandés sería algo así como “flores celestiales en las manos del diablo”, lo que anuncia ya el sentido de esta técnica dadaísta de construcción colectiva de relatos. Weerasethakul abre fuego con la siguiente pregunta dirigida a una mujer que acaba de narrar cómo su padre la vendió por 1.400 bahts: “¿puedes contarnos otra historia, real o de ficción?”. La reacción de la mujer es envidiable porque no sólo salva el cuello al realizador sino que propicia la aparición de una cadena de narradores distintos que nos van contando una misma historia. En un principio se toman como base las entrevistas con estos narradores improvisados y una dramatización con actores (presumiblemente amateurs) de la misma historia que cuentan. ¿Y el contenido de la historia? Diremos solamente que narra las peripecias de un niño lisiado y su amigo misterioso nacido de un objeto esférico surgido de las faldas de su maestra.

Weerasethakul logra sumir al espectador en la confusión entre ficción, documental y mitología tailandesa, que llega a su cenit cuando el mismo equipo de rodaje irrumpe en la filmación. El realizador se permite tomar todo lo que está a su alcance para continuar la narración: las pausas del rodaje, noticiarios de televisión, seriales radiofónicos, la puesta en escena de una humilde compañía de teatro, rótulos, entrevistas con una pareja de sordomudas en lenguaje de signos… Al mismo tiempo, son registrados algunos lugares donde transcurre la historia del chico lisiado como un combate de boxeo o una bulliciosa sala de strip-tease. El ritmo se detiene y el tiempo se hace más íntimo. Poco a poco el dispositivo propuesto inicialmente se va diluyendo y la realidad se filtra por todas las grietas del relato. Mysterious object at noon dice mucho de la cultura local y de la forma de ser de sus protagonistas, y por encima de todo, de la ancestral obsesión por contar historias.

Los niños se erigen en el centro de atención, y viendo las últimas secuencias no hay duda de que logran contagiar su entusiasmo al propio director. Y así es como el placer por jugar se traduce de manera extraña y sencilla al mismo tiempo, en placer por filmar.

Daniel García

Crítica de la separación (Guy Debord, 1961)



Dentro de la agitada cultura francesa de la segunda mitad del siglo pasado, Guy Debord construyó su imagen rebelde y altanera desde una trinchera donde poder disparar con seguridad sobre el sistema establecido. Ladrillo a ladrillo, documental transgresor tras otro, poemas dadaístas acompañados de dibujos incendiarios… su militancia política le hizo ser uno de los partícipes del cacareado mayo sesentayochista, y erigirse como líder en la sombra de aquella izquierda francesa que absorbía todas las manifestaciones culturales para hacer campaña. El cinematógrafo no escapó a las pretensiones de Debord. Su obra se alejó por iniciativa propia de los amplios circuitos, para acabar hoy día, más de diez años después de su suicidio, en museos o hemerotecas apolilladas.


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En 1957 realizó Crítica de la separación, película de escasa duración que se distancia del documental clásico y pretende ser una reflexión sobre el propio medio, su valor y ubicuidad en el contexto en que está realizado. La película se presenta como un doble relato: el que ofrece la imagen por un lado y la voz en off por otro. Dos orillas alejadas que encuentran el nexo de unión en momentos puntuales: puede ser el rostro de la enigmática mujer, que interpela a la cámara para interrumpir el discurso que oímos, o bien las últimas imágenes que París nos muestra y que la voz en off se empeña en destruir, advirtiéndonos que no tienen porqué ser las últimas escenas de la película, aunque a continuación llegue el fundido negro. Las convenciones quedan a un lado: el relato clásico aristotélico al que estamos acostumbrados está siendo destruido.

No hay linealidad narrativa: las imágenes (algunas de archivo) son aleatorias, al azar de lo que París expulsa, la voz fluye sobre ellas, desmontando su orden y veracidad, a veces subrayándolas, otras obviándolas, marginándolas… El término cine-ensayo que André Bazin acuñó pensando en el cine reflexivo de Chris Marker casaría perfectamente con esta propuesta. Y Debord se siente cómodo en este juego de descontextualización de imagen y audio que el cine permite, al igual que le ocurre al citado Marker o al Godard más ensayístico. Sólo parece incomodarle el bello rostro de la chica, que mira a la cámara quizás para perturbar al narrador.

La separación a la que alude le sirve para posicionarse lejos de la sociedad del espectáculo, perteneciente a los maniqueos gobernantes, y formular un discurso que le sitúa como una rara avis alejada del juego mediático. Pero además, esta separación podríamos asociarla a este doble relato auditivo-visual. La voz desmiente a la imagen, y viceversa. Y a la vez, es su necesario acompañante.

Una última advertencia. Esta profunda quiebra que esboza, a tantos niveles y sin cortapisas, puede quedar como un juego de niños ante el feroz ejercicio de dadaísmo que es Hurlements en faveur de Sade (1952). Siéntense ante esta película, véanla, y no piensen que les está fallando el reproductor.
Aurelio Medina

Sueño de una noche de invierno (Goran Paskaljevic, 2004)


Winston Churchill definió a la antigua Yugoslavia como una zona que generaba más historia de la que se podía consumir. Región eternamente agitada casi por imposición histórica, la producción cinematográfica en los Balcanes avanzó tímida, coaccionada por el régimen, ofreciendo una cara amable de la sociedad y tardando en tener un correlato con la realidad del país. Tito entendió el cine, como buen dictador que era, como un arma de propaganda valiosísimo. Y tras él, después de la proliferación de guerras étnicas acaecidas, fue surgiendo el inevitable monotema: la tragedia de la contienda y el desmembramiento del pueblo. Tema de raíces ancestrales, antes tan esquivo y actualmente tan prolífico… Hoy día, una enésima película sobre la tragedia balcánica tiende a ser vista como un episodio más dentro de un hipotético e interminable serial televisivo.

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Como país de extremos que es, las propuestas en torno al tema bélico podían adoptar las más dispares presentaciones: desde el exceso que nos ofrece el reluciente faro que domina Emir Kusturica, con la exacerbada fiesta continua que es su filmografía, hasta la introspección y austeridad que profesa el cine de Goran Paskaljevic. Ambos apuntan con una mirilla milimétrica hacia la guerra, pero desde atalayas totalmente distintas.
Paskaljevic filmó en Sueño de una noche de invierno (2004) la segunda parte de una trilogía (El polvorín y Optimistas son las restantes) que versa sobre las consecuencias de la guerra yugoslava. Inmiscuido en la vida política yugoslava durante años, Paskaljevic concibe su cine como una reflexión global de los hechos desde la individualidad de sus protagonistas, las pequeñas historias dentro de los grandes acontecimientos. En este caso se acerca a la historia reciente de su país sin hacer ningún apunte histórico, prefiriendo hacerlo desde la intrahistoria de tres personajes: un hombre que arrastra su pasado (el presente que muestra El polvorín) como una losa imperecedera, una mujer agitada por el crudo presente, y una chica autista, la más feliz de los tres al vivir en otra realidad.

El encuentro de estos tres personajes se presenta como un irreal paraíso que emerge bajo la nieve: la felicidad que intentan construir se desmorona al más mínimo atisbo por la innata tristeza que acarrea el pueblo yugoslavo. Partiendo de una estética austera, parca en sentimientos, dueña de silencios y de postales frías, la película evoluciona desde una puesta en escena ruda, muy tosca por momentos, hasta un final poético, cargado de una belleza desgarrada, sin esperanza. Como si la película hubiera ido cogiendo confianza a medida que avanza el relato. Y desde la sencillez del planteamiento narrativo, la reflexión final es clara: el único ser que puede vivir en aparente felicidad es aquel que está alejado de este mundo, la niña autista. Y es la única capaz de sobrevivir al final de esta historia. Una historia pesimista y cruda, como una bofetada una noche de invierno.

Aurelio Medina